sábado, 22 de mayo de 2010

MUERTE SÚBITA

DORMIR SOLOS

Ya sea atado a la espalda de su madre, colgando de una hamaca en una choza de barro o anidado en un moisés forrado de encaje en un cuarto pintado de color rosa, todos los bebés se las componen. Pero si bien el acto real de dormir es siempre el mismo -durante el descanso los niños están inconscientes y sueñan- el ambiente del sueño puede ser muy diferente para cada criatura. Tomemos el ruido, por ejemplo. Un bebé que duerme solo disfruta de un considerable silencio, con pocos ruidos que penetren sus sentidos. El bebé que duerme en una habitación llena de gente, aunque los otros también estén durmiendo, se encuentra rodeado de ruidos: voces y respiraciones. Pensemos en el asunto del contacto. Un bebé solo toca apenas la ropa y su propio cuerpo; el bebé que está en la cama con otro ser humano toca piel, calor y respiración. Los padres y los expertos en puericultura siempre han reconocido que el ambiente donde se duerme cambia las cosas; justamente por eso los occidentales aconsejan un lugar solitario y un ambiente tranquilo, pues buscan cierto tipo de sueño. Por idéntico motivo, los etnopediatras se concentran ahora en el ambiente donde se duerme: ellos también creen que es crucial para la salud y el desarrollo infantiles. Pero a diferencia de la mayoría de los especialistas, los etnopediatras opinan que el sueño solitario, habitualmente recomendado, es exactamente lo opuesto a lo que la naturaleza determinó por evolución y, por ende, distinto de lo que el bebé en verdad necesita. En todos los estudios comparativos del sueño infantil, las sociedades industriales de Occidente, sobre todo entre blancos de clase media, ponen a sus niños y bebés en camas individuales y, a menudo, en un cuarto propio. Este patrón contrasta marcadamente con casi toda la historia humana. Como ya hemos visto, hasta hace 200 años todos los bebés dormían con adultos; virtualmente todo el mundo dormía con alguien. Esto sucedía antes de que apareciera la noción de "intimidad", concepto que ha arraigado en las culturas norteamericanas. En Europa, las casas de clase media reflejaban esta falta de intimidad; ninguna casa tenía cuartos que funcionaran aparte ni dormitorios diferenciados de las habitaciones donde se vivía y se comía. Cualquier ambiente se podía utilizar para dormir, cocinar, recibir a las visitas o atender los negocios; muy pocas cosas en él estaban permanentemente fijas; ni siquiera los muebles. Tal como escribe el historiador de la arquitectura Witold Rybczynski: "El hogar medieval no era en un lugar privado, sino público". Era también un tiempo de gran pobreza y miseria. Aunque la nobleza europea tuviera varias casas, con aposentos amplios y lujosos, los pobres estaban reducidos a tugurios de un solo cuarto.
También era una época de muerte. La mortalidad infantil era común; por ejemplo, en el primer censo sueco, realizado en 1749, llegaba a 200 de cada 1.000 nacimientos (20 por ciento) Gran parte de esta mortandad entre los niños se debía a enfermedades o a problemas en el parto, pero se pensaba que muchos bebés, sobre todo en los centros urbanos, hablan muerto "por accidente" mientras dormían en la misma cama con los padres. La causa se atribula a sofocación: la madre o el padre, al darse vuelta, aplastaban al bebé y lo ahogaban. La asfixia se consideraba tan problemática que en Italia se inventó un aparato llamado arcuccío para proteger a los recién nacidos de sus peligrosos padres dormidos. Los dibujos muestran el arcuccío con aspecto de trampa para langostas; los costados de madera tenían grandes agujeros donde era posible poner un pecho para amamantar y una barra arriba, para sostener las mantas o frenar a un progenitor. Aunque se aceptara la asfixia como motivo de la alta mortalidad infantil, en realidad muchos de estos fallecimientos eran sumamente sospechosos.
En los siglos XVI y XVII, la mayoría de los países europeos dictaron leyes para impedir que los padres durmieran con sus bebés. En esencia, estaban tratando de impedir el infanticidio. Cuando habla demasiadas bocas para alimentar era fácil sofocar a un bebé "por accidente". Por lo tanto, el gobierno debía intervenir.
El miedo a la sofocación persigue hoy a muchos padres occidentales. A todos les parece posible aplastar al bebé o ahogarlo bajo una montaña de mantas. Pero tal como apunta el investigador McKenna, los bebés nacen con fuertes reflejos de supervivencia, capaces de gritar y patalear antes de permitir que algo les obstruya las vías respiratorias. La sencilla evidencia de que, en el mundo actual, la mayoría de los bebés duermen con uno de los padres sin morir asfixiados, debería convencer a los padres de que es bastante difícil arrollar a un bebé sin darse cuenta. Es cierto que los colchones blandos y las almohadas esponjosas representan un verdadero riesgo de sofocación; además, puede haber problemas si envolvemos al bebé tan apretadamente que no pueda expresar su instinto natural de empujar lo que molesta. Pero se equivocan los padres occidentales temerosos de ahogar a sus niños. En una atmósfera saludable, en la que los padres no estén intoxicados ni drogados y no sean obesos, la posibilidad de matar a un niño por sofocación es igual a cero.
Si esto es verdad, ¿por qué persiste el mito? Porque en muchas culturas occidentales hay también motivos sociales, emocionales y políticos para mantener a los bebés fuera del lecho paterno. En el siglo XVII, la Iglesia Católica expresó su preocupación por la posible vulnerabilidad sexual de la joven que dormía con su padre. Al mismo tiempo, la cultura europea estaba desarrollando las ideas del amor romántico y redefiniendo el matrimonio como lazo conyugal antes que como unidad económica o política. De pronto la relación madre-padre adquiría independencia dentro de la idea más amplia de familia. Cuando este vinculo se tornó sagrado, intimo y sexual, nació la intimidad de los padres. Los hijos, aunque fueran frutos de esa relación, no podían interferir en la unión de los esposos. Por una parte se vela a los niños y a los bebés como una amenaza contra ese vinculo y contra el patriarcado por el cual el padre era la autoridad familiar. Esta visión llevó más adelante al complejo de Edipo de la psicología freudiana, drama que no se puede producir si no se entiende que la madre y el padre tienen, desde un principio, un vínculo especial y privado.
En la actualidad, Occidente perpetúa el mito por medio de los pediatras y los expertos en puericultura. He aquí, por ejemplo, el consejo de la doctora británica Miriam Stoppard: "Algunos padres optan por hacer que el recién nacido duerma con ellos, porque de ese modo la alimentación nocturna resulta más fácil. Después de algunas semanas, no debería ser un hábito difícil de abandonar". No está claro si el hábito es del bebé o de los padres. La doctora Stoppard recomienda poner en la cuna una fotografía grande de una cara femenina (la de mamá podría servir), ya que al bebé le gustan mucho los rostros humanos; la foto puede sustituirse por una ilustración. Penelopc Leach, en Babyhood, admite que los bebés duermen mejor acurrucados entre adultos, pero también apunta que los movimientos nerviosos del niño suelen perturbar a los padres y que a muchos les incomoda tener un infante en el "lecho marital".
El doctor Benjamin Spock, que en los últimos cuarenta años ha sido el principal experto en puericultura de Estados Unidos, siempre ha recomendado el sueño solitario para los bebés... nada de mimos y poco consuelo. T. Berry Brazelton, quien heredó el cetro de Spock como pediatra nacional, está de acuerdo con que los bebés necesitan una rutina y un lugar silencioso y solitario para dormir. Como en Norteamérica es tan fuerte la presión para que los niños duerman solos, aun los que acuestan al bebé con ellos se resisten a admitirlo, como si estuvieran cometiendo un delito. El motivo parece ser a la vez teórico y psicológico, y está vinculado una vez más con la idea de independencia. Aunque no hay pruebas específicas que lo apoyen, la mayoría de los padres estadounidenses creen que el sueño en compañía fomenta la dependencia emocional. Y en la arrolladora gestalt de la vida norteamericana, la dependencia se considera negativa. Los adultos pueden dormir juntos porque su relación es sexual e íntima; en Norteamérica, la cama es para la sexualidad y la intimidad. Más aún: la interdependencia de la pareja es el ideal contemporáneo. Pero los hijos no forman parte de esa intimidad sexual ni de esa interdependencia. El sueño a solas concuerda con la perspectiva arraigada del vínculo entre los padres como cerrado, privado, romántico y exclusivo. Por eso, bajo el miedo de sofocar al bebé, subyace un objetivo más fuerte de los padres: impulsar a los hijos a arreglarse solos y hallar sus propias relaciones.
El sendero por el que los padres animan a sus hijos se inicia poco después del nacimiento; lo transitan tanto en el sueño como en las actividades e interacciones del día. Aunque no hay indicios decisivos de que dormir a solas o en compañía tenga un efecto directo sobre el apego posterior (después de todo, el sueño es sólo una parte de la vida), los padres escogen a consciencia un patrón en lugar de otro. Parecería una elección bastante benigna, razonablemente basada en lo más conveniente para los padres. Pero hay nuevas y asombrosas pruebas de que el sueño solitario sería algo más que un objetivo de los padres: también podría ser un riesgo biológico.
SIDS
El síndrome de muerte en la cuna (Sudden Infant Death Syndrome: SIDS) es la principal causa de mortalidad infantil en Estados Unidos, aunque se ha comprobado que se da en casi todas las sociedades del planeta. Un bebé se duerme, aparentemente en buen estado de salud, y muere sin previo aviso. El SIDS no es una enfermedad en sí misma, sino un síndrome; esto significa que la etiología es compleja. La causa de la muerte se puede atribuir muchos orígenes Fisiológicos. A menudo las señales apuntan a una falla respiratoria, una incapacidad de controlar el ciclo de la respiración durante el sueño o, quizá, la incapacidad de volver a respirar después de una apnea. Para McKenna y otros, no es casualidad que el manejo de la respiración se presente entre los tres y los cuatro meses de edad, el mismo período en que los bebés son más vulnerables al SIDS. Además, en los climas fríos se producen casos porque el bebé, muy envuelto en mantas pesadas, está sujeto a la hipotermia. En general, el sistema cardiovascular falla y el pequeño no se recupera. La muerte se atribuye al SIDS cuando no hay accidente y no se ha diagnosticado ninguna enfermedad. Los padres sólo saben que algo ha funcionado muy mal, que por algún motivo el bebé no logró sobrevivir a la noche o a una siesta. Rara vez hay señales de advertencia; algunas veces el pequeño estaba algo resfriado; otros presentaban problemas respiratorios; pero con mucha frecuencia padres y médicos no tienen motivos para pensar que un bebé en particular sea vulnerable. El SIDS se presenta más a menudo entre los varones que entre las niñas y entre bebés que nacieron con peso inferior al normal (el 18 por ciento son bebés prematuros). La característica más llamativa es la edad en la que se presenta: un 90 por ciento de los casos de SIDS se produce antes de los seis meses; más comúnmente, entre los tres y los cuatro. Lo sorprendente es la extraña distribución del SIDS en las culturas. La tasa mayor está en Estados Unidos, donde mata a dos de cada 1.000 nacidos con vida: casi uno por hora. La Alianza del Síndrome de Muerte en la Cuna señala que, en un año, mueren en Estados Unidos más niños por SIDS que por cáncer, enfermedades cardiacas, neumonía, maltrato, SIDA y otros males sumados. Induce a confusión esta proporción inesperadamente alta en toda Norteamérica, considerando que tanto Estados Unidos como Canadá son naciones industrializadas, con una buena alimentación y adecuada atención médica prenatal. Como contraste, la menor incidencia de SIDS Se produce en Asia; en Japón es del 0,3 por mil; en Hong Kong, 0,03 por mil (entre 50 y 70 veces menor que en Occidente), y en China resulta prácticamente desconocida, aunque en este caso puede haber graves problemas de información. Los investigadores especulan que esa baja incidencia en Asia puede deberse a factores ambientales, como el hacinamiento y una atmósfera socialmente estimulada, así como al hecho de que los bebés, además de dormir con adultos, lo hacen más boca arriba que boca abajo, lo cual parece proteger contra el SIDS. La posibilidad de que el ambiente o el estilo de crianza pueda tener relación con este síndrome ha sido confirmada por estudios realizados con grupos de inmigrantes asiáticos radicados en Estados Unidos.
En un estudio comparativo entre chinos, japoneses, vietnamitas y filipinos residentes en el sur de California, la proporción general de SIDS era de 1,1 por cada 1.000 nacidos vivos: la mitad de la que existía en la población no asiática. Más convincente es el hecho de que la proporción fuera más elevada entre los grupos de inmigrantes que llevaban más tiempo en el país de adopción y, presumiblemente, hablan adoptado prácticas occidentales para la crianza. En Gran Bretaña, donde la mezcla de culturas difiere de la de Norteamérica, los asiáticos provenientes de la India, Bangladesh y Pakistán tienen tasas bajas, así como las familias originarias del Oeste de África. Estas diferencias, así como el sorprendente hecho de que el SIDS afecte menos a las zonas donde los párvulos corren mayor peligro de desnutrición, enfermedades y bajo peso al nacer, piden a gritos una respuesta. Si la incidencia del SIDS no disminuye con una buena atención prenatal, alimentación adecuada e higiene, ¿cuáles pueden ser los otros riesgos?.

EL AMBIENTE DE CRIANZA Y EL SIDS.

El sueño infantil evolucionó mientras el bebé viajaba bamboleándose en un cabestrillo, señala el antropólogo Jim McKenna. Existe algo físico en esa relación; no podemos seguir suponiendo que dormir solo no puede tener ninguna consecuencia fisiológica. Para el bebé humano, sumamente altricio, la atención social es una atención fisiológica. McKenna está convencido, merced al trabajo de su laboratorio y a la información sobre el SIDS en distintas culturas, de que la costumbre occidental de asignar al bebé su propia cama y su propio cuarto no sólo es extraña, sino que va a contrapelo del tipo de atención para el cual fueron proyectados los bebés. La idea de que el medio, específicamente la crianza, podría tener relación con el SIDS es un tema controvertido. Nadie quiere culpar a los padres y, obviamente, hay algún motivo biológico primario para que algunos bebés no sobrevivan a la infancia y otros sí, cualquiera que sea el modo de dormir o el trato recibido. Pero ciertos cambios dramáticos que se han producido recientemente en la tasa de SIDS vienen a subrayar la importancia de las prácticas de crianza para prevenir su inci- dencia. En un principio, los expertos decían que era conveniente poner al bebé boca abajo para dormir, a fin de que no se ahogara con su propio vómito. Pero comenzó a aparecer una relación entre la posición supina y la baja incidencia del SIDS; su frecuencia empezó a bajar cuando se aconsejó a los padres que acostaran al bebé boca arriba. Por ejemplo: en el Reino Unido se produjo una reducción del 90 por ciento, entre 1981 y 1992, desde el momento en que se adoptó esa nueva posición para dormir; en Holanda, Australia y Nueva Zelanda, la reducción fue del 50 por ciento. En Estados Unidos, la caída del SIDS ha sido mucho menos espectacular, pues este cambio en las recomendaciones de la puericultura ha sido menos publicitario y menos aceptado. Pero la mayoría de los pediatras reconocen ahora que, al estar boca abajo, el bebé no puede patear las mantas si tiene demasiado calor; de ese modo se reprime su instinto natural de regular la temperatura corporal. Y el bebé no sólo resulta afectado en sus movimientos. Al parecer, los párvulos duermen de otro modo cuando están en esa posición; duermen más y pasan más tiempo fuera del nivel MOR; además, los despertares transitorios son menos y más breves. En otras palabras: duermen profundamente. Tal vez por esto los pediatras comenzaron por recomendar ponerlos boca abajo: el objetivo occidental era que el bebé durmiera como un tronco. En posición supina, se agita, se retuerce y su sueño es mucho más ligero. Pero se pasó por alto que un sueño ligero es, esencialmente, mucho mejor para el bebé que está aprendiendo a dormir.
Hay algo más interesante: los datos de ambas posiciones pueden ayudar a explicar por qué las culturas no occidentales están menos afectadas por el SIDS. Por definición, en otras culturas los bebés duermen con la madre y maman a voluntad durante la noche. La investigación de McKenna ha demostrado que, cuando la madre acuesta al bebé con ella, siempre lo pone de espaldas. Esta posición le permite darle el pecho y vigilarlo con más facilidad; además, el bebé se mueve con mayor libertad. La alimentación materna, por sí sola, también protege contra el SIDS, presumiblemente porque la lactancia nocturna frecuente combate la hipoglucemia y asegura que la madre esté atenta. Naturalmente, las madres no eligen la posición supina porque evite el SIDS, sino porque les parece natural. En los últimos cinco años, poco más o menos, el simple acto de cambiar la posición del niño para dormir ha disminuido significativamente la proporción de SIDS. Como la disminución se logró con un sencillo cambio en el estilo de crianza, se ha abierto un nuevo camino para la investigación de este síndrome: conducta, antes que fisiología.
Siguiendo la orientación de McKenna, ciertos científicos británicos preguntaron si las diferentes proporciones de SIDS entre blancos y asiáticos de Gran Bretaña se podían atribuir a las prácticas de crianza o al ambiente hogareño. Aunque en aquel país todo el mundo tiene derecho a una atención médica decente y comparte una cultura general, los investigadores pensaban que podían existir diferencias microambientales que proporcionaran algunas pistas en cuanto a la diferente incidencia del síndrome. Se realizó un estudio de 20 padres provenientes de Bangladesh y 20 galeses, todos de la misma clase socioeconómica y radicados en la misma zona de Cardiff, Gales. Descubrieron que los bebés de los hogares asiáticos formaban parte de familias extensas y vivían en un "movido ambiente social y táctil". Rara vez eran dejados solos o llorando; tanto bebés como niños siempre dormían con un adulto. Los investigadores llegaron a la conclusión de que, en la familia de Bangladesh, la crianza es un asunto público y comunitario. Por el contrario, los bebés galeses eran empujados a la independencia; en oportunidades se dejaba que lloraran y pasaran buena parte del tiempo solos, tanto dormidos como despiertos. Además, su atención estaba a cargo de una sola persona, generalmente la madre, y rara vez intervenían otros. Por ende, los investigadores llegaron a la conclusión de que un ambiente social, en comparación con otro privado, tendría algo que ver con la baja incidencia del SIDS entre los asiáticos.
Otros han sido más escépticos y aún ven cierto peligro en poner al bebé en la cama de los padres. Un estudio en Nueva Zelanda trató de establecer una relación entre el SIDS y la cama compartida. Encontraron una asociación entre grupos minoritarios de maoríes, pero el estudio no había eliminado factores como el consumo de alcohol y de drogas, la obesidad y el uso del tabaco, que están relacionados con el SIDS. Tal corno señala McKenna: el hecho de que algunas víctimas de este síndrome hayan muerto mientras dormían con sus padres no es motivo para atribuirlo a esa actitud de los padres; existen otros riesgos potenciales más probables. Otro estudio del SIDS en relación con el lecho compartido, realizado con 200 familias de distintos orígenes raciales radicadas en California, en el que el 22,4 por ciento de los casos correspondían a hogares donde se compartía la cama, no halló ninguna relación entre el sueño en compañía y el SIDS. Aunque los datos de laboratorio puedan ser nuevos, los hechos datan de largo tiempo: casi todos los bebés humanos, en el último millón de años, han dormido en contacto con un adulto. Y aún en la actualidad, en la mayor parte del mundo los bebés pasan su primer año durmiendo con un adulto. Aunque muchos padres occidentales son firmes partidarios de que sus hijos duerman aparte, los datos de otras culturas, junto con la conciencia de los posibles peligros de que duerman solos, podrían convencer a otros de que rechazaran sus propias tradiciones culturales para intentar otra cosa.

CÓMO DEBERÍAMOS DORMIR

A pesar de la gran cantidad de datos y grabaciones existentes, McKenna y sus colegas no consideran que el solo hecho de que los bebés duerman solos provoque el síndrome de muerte en la cuna. Tampoco creen que dicho síndrome quedaría erradicado si los bebés durmieran acompañados. Consideran que para algunos bebés que corren ese riesgo, el dormir acompañados podría proporcionar un entorno psicológico más positivo para pasar la noche. Más concretamente, los datos con que cuentan hasta el momento sugieren que el dormir en compañía tiene grandes beneficios, en oposición a la infinidad de mitos que impiden que los padres compartan la noche con sus pequeños. En lugar de limitarse al sencillo acto de llevar a los niños a la cama, la cultura occidental sigue insistiendo en que lo ideal es que los niños duerman solos. Esto supone contar con una habitación especial para el bebé, elaboradas cunas y colchones blandos, y juguetes que faciliten el sueño, como osos de felpa que emiten el sonido del corazón humano; es decir un entorno muy diferente del que vivían los bebés hace un millón y medio de años. Los nuevos datos no recomiendan que volvamos a dormir en jergones o que acostemos a los bebés en el suelo, sobre la piel de un animal. Pero es evidente que existen maneras de combinar lo que la tecnología moderna y el conocimiento científico tienen que ofrecer con lo que es mejor para la biología infantil. McKenna cita un buen ejemplo. Muchos padres occidentales utilizan intercomunicadores para saber cuándo el bebé llora o está inquieto. Desde una perspectiva evolutiva y biológica, estos artilugios son absurdos, ya que en la mayor parte de las sociedades el bebé debería dormir con su madre o con una persona que oyera y percibiera cada llanto o queja.
Finalmente, sugiere McKenna, los intercomunicadores deberían funcionar a la inversa, de manera tal que los bebés pudieran dormir rodeados de los sonidos normales de la casa. En este caso, la tecnología ha mejorado las cosas para los padres, pero no para los bebés. Las necesidades de los bebés y las respuestas de los padres a esas necesidades constituyen un sistema dinámico y de evolución conjunta, un sistema que fue -y sigue siendo- moldeado por la selección natural para maximizar la supervivencia infantil y aumentar el éxito reproductivo. La cultura puede cambiar y la sociedad progresar, pero la biología cambia a un ritmo mucho menor. Los bebés siguen fieles a la biología del Pleistoceno a pesar de vivir en la era moderna, y no hay artilugios tecnológicos ni rutinas de sueño que puedan cambiarla. Lo que los bebés necesitan de sus padres es que formen parte de ese sistema interactivo padres-bebé que cambió por razones evolutivas y que es -aún hoy- una necesidad biológica.

Dormir juntos
Por qué dormimos los animales, nadie lo sabe, pero tenemos una buena idea de cómo. Al igual que la mayoría de los estados físicos, el sueño involucra una serie de mecanismos biológicos o fisiológicos. El sueño está bajo el control del tronco cerebral primitivo, situado en la base del cerebro, donde hay células diferenciadas que intercambian mensajes con el corazón, los pulmones, los músculos que rodean el diafragma y las costillas y los órganos productores de hormonas, sistemas todos que controlan y regulan la coreografía del sueño. Mientras dormimos, como durante la vigilia, los humanos adultos pasamos por distintos periodos de respiración controlada por el neocórtex y respiración automática dirigida por el tronco cerebral. Los adultos podemos manejar el cambio entre estos distintos tipos de respiración, pero para los bebés no es tan sencillo; nacen con el cerebro neurológicamente incompleto y no desarrollan la capacidad de navegar fácilmente entre un tipo de respiración y otro hasta tener, por lo menos, tres o cuatro meses. Y esto se refleja en los patrones de sueño de los recién nacidos. Como dije anteriormente, no pueden consolidar los períodos de sueño y no distinguen entre día y noche; además pasan más tiempo que los adultos en el sueño MOR.
Cuando el bebé duerme con su madre, reacciona a los movimientos de ésta y pasa por numerosos cambios en las etapas del sueño, mucho más que cuando duerme solo; así practica el repetido salto de un tipo de respiración a otro. Dejado solo, el bebé debe manejarse a lo largo del sueño nocturno con el poco adiestramiento que tiene y sin estímulos o guías ambientales externas. Con el correr del tiempo, la mayoría de los bebés desarrollan la capacidad de pasar de un tipo de respiración a otro, a medida que el cerebro se desarrolla junto con el sistema nervioso hasta manejar perfectamente la respiración nocturna. Pero par algunos bebés, este paso entre distintos tipos de respiración puede ser más difícil; a ellos podría beneficiar el metrónomo externo de la respiración de los padres. El sueño en compañía, con sus movimientos sincronizados entre diversos niveles de sueño y sus puntos de control físico, quizá sea exactamente lo que la naturaleza ideó para asegurarse de que el bebé sobreviviría a la noche y, además, de que aprendiera a dormir y respirar solo.
Para McKenna, el vínculo entre madre e hijo, tan claramente visible en el aspecto fisiológico, bien puede repetirse en lo psicológico. Aunque consideramos que el bebé es independiente de su madre desde el nacimiento, dado que ella ya no participa en la regulación de su ser físico, aún existe un vínculo físico. Aunque algunos deseen que sus bebés sean independientes, esta investigación demuestra que él necesita estar en contacto, conectado, formando parte del sistema biológico de un adulto, en tanto se desarrolla y madura a su propio ritmo biológico.
Casi todos los padres de la cultura occidental, al optar por el dormitorio aparte, han alterado el estado de sincronismo físico entre progenitor y bebé durante las horas de sueño. Lo importante es que los padres comprendan que, en este caso, no lo han hecho por motivos biológicamente correctos, sino por razones culturales. Aunque bien intencionados, no comprenden que también pueden estar sometiendo a sus bebés a riesgos innecesarios.

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